- muy aburrido
- me da sueño
- qué pereza
- qué hueva
- no me gusta
- que no sabían lo que era Literatura
- que los géneros en los que se divide son singular y plural
- para otros, Literatura eran las faltas de ortografía
- que era opinar algo
- que era hacer dibujos
I
Nada es más importante que la elección de las primeras lecturas. Todo el carácter del niño, y por consecuencia del hombre, depende de ellas.
El libro es un amigo que no habla pero que se hace oír; él nos acompaña incesantemente sin ser molesto; no hace preguntas importunas, ni es interesado porque nada pide; el libro es, sin duda, lo mejor o lo peor para la vida moral, según sea, bueno o malo.
Por lo tanto, importa mucho que el niño, desde los primeros años, tenga a la mano buenos autores. La elección de un amigo no es seguramente de más importancia.
Leer con aprovechamiento es tan importante para la higiene moral como beber y comer con mesura para la higiene física. La inteligencia se pervierte tan pronto como se estraga el estómago. En los primeros años el gusto no resiste a ningún exceso.
Si no has leído más que buenos libros, respondo de la salud de tu espíritu; sí, por el contrario, has nutrido tu inteligencia con las lecturas de malos libros, eres hombre perdido. Has tenido una nodriza equivocada, has bebido mala leche y tu sangre está envenenada.
Crónicas tristes: Los cuentos baratos
¿Habéis leído esos libros de cuentos pequeñitos?
Cuestan muy poco dinero, apenas algunos centavos.
Sí; pero de seguro no habéis pensado en la gran bondad que derraman esos cuadernitos minúsculos. Son buenos como una hada.
Pero la gracia de estos libros no es sólo para los niños ricos; éstos muchas veces los hacen pedazos y juegan con las marionetas vibrantes. Son misericordiosos para los niños pobres: éstos se envuelven en su magia ya que les está prohibido jugar con el arlequín expuesto en la vitrina.
Y como son tan baratos todos los pueden obtener. En esas páginas pueden penetrar en países donde todos los niños son buenos, donde todos tienen juguetes vistosos.
Ved pues si estos cuadernos pequeños no tienen una honda significación. Son buenos para los que empiezan ya a sentir el peso de una pena, para las espaldas débiles que experimental como un gran fardo la carga de las injusticias que los empuja con presión vigorosa.
Afortunadamente, las hadas son demasiado maternales; ellas vivirán siempre para guiar a los niños por los caminos donde la luna es de oro y de ensueño…
…
Esta noche un niño leía un librito de cuentos.
Tenía hambre pero pasaba ávidamente ante sus ojos las páginas amables.
Las hadas hacen olvidar las mordeduras del estómago; son más cariñosas que los hombres.
Pues bien; leía un cuaderno ¡Debe de haber sido una historia de sabrosa alegría!
Bajo un farol de la avenida se engolfaba en su lectura. Ningún transeúnte pasaba a pie. Apenas algunos autos insolentes roncaban cerca de las aceras.
Yo hubiera querido preguntarle algo. Pero pensé en que me iba a ser imposible aliviarle el hambre. Por eso seguí hacia delante… cuando regresé el niño estaba ya dormido. Sostenía entre sus manos flacuchas el pequeño cuaderno.
Ha de haber soñado que era un héroe audaz, que tenía un palacio de mármol, y que en la mesa, el día de sus bodas con la más linda princesa de la comarca, manos invisibles colocaban sobre los admirables manteles, fuentes maravillosas.
Al pasar cerca abrió los ojos enfermizos; el ruido de mis pasos lo había despertado.
Yo me alejé muy triste.
Lo que acababa de hacer era un horrible crimen.
Cuentos de hadas
En los mejores cuentos escritos poco há para los niños hay un matiz que no es fácil definir, pero que inevitablemente se debe a que el autor habla a niños educados en escuelas y salones, no en campos y bosques; niños cuyas disposiciones favoritas son los remedos precoces de la vanidad de las personas mayores y cuyo concepto de la belleza depende del costo del vestido. Las hadas que en los afortunados sucesos de estos pequeñuelos intervienen, distínguense principalmente por sus chinelas de raso de última moda y asustan más por su donaire que por sus encantos.
La fina sátira que, fluyendo por todas las páginas retozonas, hace algunos de estos cuentos recientes tan atractivos para los viejos como para los jóvenes, me parece que los acomoda a su propia función. Los niños deben reírse; mas no burlarse; y cuando se ríen no ha de ser de los defectos y debilidades de los demás. Siempre que lleguen a interesarse por los caracteres de los seres que los rodean, debe enseñárseles a buscar con afán el bien, no estar maliciosamente en asecho para alegrarse del mal; deben ser harto dolorosamente sensibles al mal para reírse de él y sobrado modestos para constituirse en jueces.
En esos errores de poca importancia va incluido otro más grave. Así como en los cuentos modernos para niños se ha perdido la sencillez del sentido de la belleza, así se ha perdido también del amor. Esa palabra, que debiera, en el corazón de un niño, representar la parte más vital y constante de su ser; que debiera ser el signo de las ideas más solemnes que informan su alma naciente, y que debiera inundar, con gran misterio de autora, el cenit de su cielo y arrancar fulgores al rocío de sus pies; esa palabra, que debiera ser sagrada en sus labios unida al nombre que no puede pronunciar en vano, y cuyo significado debería suavizar y verificar todas las emociones por las cuales se revelan a su curiosidad las cosas inferiores y las criaturas débiles, colocadas debajo de él en su exiguo mando; esa palabra, en los modernos cuentos para niños, está restringida demasiado a menudo y es obscuridad en el jeroglífico de un mal misterio, que turba la suave paz de la juventud con prematuros destellos de pasión no comprendida y produce sombras de pecado no reconocido.
Semejantes defectos en el espíritu de las recientes ficciones escritas para niños, están relacionadas con un fin paralelamente descabellado. Los padres, demasiado indolentes para formar los caracteres de sus hijos por medio de saludable disciplina, o que en sus hábitos y costumbres de vida saben que les dan mal ejemplo, se afanan vanamente por reemplazar la influencia persuasiva del precepto moral, introduciendo a modo de diversión por la fuerza moral del hábito inducido por la justa autoridad: en vano intanta formar el corazón de la infancia con prudencia deliberativa, en tanto que abdican de la tutela de su indiscutible inocencia, y retuercen, en las agonías de una filosofía precoz de la conciencia, el vigor un día intrépido de su virtud inmaculada y resuelta.
El niño no necesita elegir entre el bien y el mal. No debe ser capaz de hacer el mal ni de concebirlo. Obediente, como el barco al timón, no por subitorsión o esfuerzo, sino con la libertad de su vida diaria; verdadera, con una verdad sin distingos, sin elogios, sin fanfarronería; en un mundo cristalino familiar de veras; noble, a través de las diarias pretensiones de nobleza, las honrosas confianzas y el orgullo del compañerismo infantil en los oficios del bien; fuerte, no en la lucha acerba y vacilante con la tentación, sino en la paz del espíritu y con la armadura del bien habitual, en la cual la tentación es como granizo que se derrite; no en la enfermiza restricción de apetitos viles y pensamientos ambiciosos, sino en la alegría vital de la satisfacción en posesión exigua, sabiamente estimada.
Los niños así educados no necesitan de cuentos de hadas, sino que encontrarán en cualquier tradición del tiempo viejo, en apariencia vana y caprichosa, una enseñanza a que no puede sustituir ninguna otra y cuya fuerza no puede medirse; animando para ello el mundo material con inextinguible vida, fortaleciéndolos contra la glacial frialdad de la ciencia egoísta y preparándolos sumisamente y sin ninguna amargura de asombro a contemplar más tarde el misterio –que por divino decreto sigue siendo tal para todo pensamiento humano– del destino que le esté reservado al mal, lo mismo que al bien.
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Por John Ruskin (1819-1900). Ciudad de Guatemala, Diario de Centro América, 1914.
Para los maestros: Las lecturas que agradan
La vía experimental ha sido hasta ahora poco empleada para descubrir qué lecturas agradan a los niños. Este medio es extenso y delicado. Observar el juego de las fisonomías durante una lectura en clase, es un procedimiento relativamente fácil; pero hacen para ello falta observadores expertos y exentos de ideas preconcebidas. Hásele utilizado en una escuela parisiense para los niños de curso elemental. Trozos escogidos de un libro escolar eran leídos por el maestro, a razón e dos por sesión, sin comentario ni explicación. Era ésta, pues, una lectura a primera vista, tal como el niño la hace cuando tiene el libro en sus manos. Se echó mano de todos los géneros: exposiciones sobre los deberes de los niños, escena de familia, historietas morales, relatos divertidos o trágicos, salidas oportunas y dichos graciosos de los animales y de los hombres, poesías. Digamos de una vez que de estas últimas, inclusas las de Ratisbonne y de
El procedimiento que consiste en preguntar a los mismos niños lo que prefieren es más delicado todavía. Lo difícil es hacer bien la pregunta. Una de las escasas pruebas de ese género fue hecha en Moscou. Promueve ella no pocas objeciones, de las que hablaré para demostrar precisamente el peligro, ya indicado por Bidet, de los cuestionarios para niños. Sometiese la prueba a 1,600 alumnos. He aquí la primera pregunta: “¿Qué prefeís leer: narraciones, poesías o fábulas? Vese en seguida que la pregunta hubiera ganado en precisión si se hubiera dicho: ¿Qué preferís? ¿tal lectura o tal otra?” indicando el título de la narración o de la fábula. Cada alumno era interrogado aisladamente, para evitar toda sugestión. ¿Es posible esto, en 1,600 interrogatorios? Otra pregunta: ¿Qué especie de narraciones preferís, narraciones verdaderas o fantásticas? Para niños de corta edad, la realidad y el ensueño se sobreponen con tanta frecuencia que han debido verse perplejos, a menos que hayan elegido las narraciones verdaderas para no verse tachados de tontos.
He aquí las conclusiones de la investigación, las que hay que aceptar con todas las reservas: Los niños de 9 á 13 años se interesaron en las narraciones largas y completas concernientes a los hombres; se interesan muy poco en las poesías y en las descripciones de la naturaleza, menos aún en las fábulas; conceden mayor valor a la pintura de lo verdadero y no gustan de los relatos fantásticos.
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En: L´Ecole Nouvelle. Ciudad de Guatemala, Diario de Centro América, 2 de mayo de 1914. p. 13.
El arte de leer
Leer despacio es el primer principio que debe aplicarse a toda lectura.
Es indudable que hay muchas maneras de leer aplicables a las distintas ramas del saber humano; pero hay un solo arte de leer.
“Los libros de ideas”. –El arte de leer los libros de ideas es un arte de comparación y de correlación continuas. Lo mismo puede leerse un libro de esta clase volviendo las hojas por los últimos capítulos que por los primeros; es decir, volviendo a leer lo leído, que siguiendo la lectura. El hombre de ideas es un hombre que no pude decirlo todo de una vez, se completa a cada párrafo, arroja más luz a cada capítulo nuevo, y únicamente se le abarca entero cuando se le ha leído enteramente.
“Los libros de sentimientos”. – A los autores que tratan de los sentimientos del alma humana se les puede leer algo más aprisa. Sin embargo, hay que poner en ejercicio la reflexión y la discusión con el autor, fórmulas, como se ve, reñidas con la distracción. Conviene, no obstante, empezar por entregarse al autor. El autor sentimental pinta los sentimientos del corazón menos por pintarlos que para inspirárnoslos. Es un sembrador de sentimientos, así como el filósofo es un sembrador de ideas. Ante todo, procura impresionar.
“Impresionar” es hacer partícipe al lector de los sentimientos que infunde a los personajes de su acción; es comunicarle, por una especie de contagio, el estado anímico, pasional, de los personajes.
Si el autor no consigue causar esta impresión, abandonémosle; pero si nos impresiona, si hace vibrar las cuerdas del corazón, no la resistamos, dejémonos guiar por él, dejémonos enternecer.
Es verdad que dejamos de pertenecernos a nosotros mismos, pues para esto tenemos en nuestras manos la obra de un novelista o de un novelista. Este desposeimiento o abstracción de nosotros mismos es una especie de embriaguez espiritual; una pérdida y un aumento a la vez de nuestra propia personalidad.
“Las obras de teatro”. ¿Los poetas dramáticos escriben para ser leídos? Indudablemente tanto como para ser oídos. Si bien, es verdad, como se decía antes, que una buena comedia no se puede ver sino con, “luces” no es menos cierto que hay una especie de fallo en apelación, que únicamente puede darse en la lectura.
En la representación escénica hay el movimiento; pero en la lectura, la solidez de la trama. Acontece que con la lectura de una pieza de teatro uno se escapa de los engaños de la representación; no nos dejamos sonsacar por el juego de los actores, del arte de su declamación, del efecto teatral, en fin, y por esto tenemos más dominio sobre nosotros mismos para poder juzgar si una obra de teatro es buena o es mala.
Además, quien lee vuelve a leer, sólo y releyendo se puede juzgar debidamente de estilo de la composición, de la disposición de las partes y del fondo mismo, en una palabra, de la impresión que el autor ha querido producir en nosotros, y si lo ha conseguido totalmente o a medias.
La lectura impide que nos den por buena una moneda falsa; es decir, que se vista una idea o un sentimiento banal con sonoridades más o menos académicas.
Para leer bien una obra de teatro es preciso haber sido asistente asiduo a los teatros; porque no basta leerla, sino “verla”, pero verla con los ojos de la imaginación, tal como la obra se presenta en escena.
“Los poetas”. –Los poetas propiamente dichos –conviene no a saber, los poetas épicos, los elegíacos y los líricos– deben ser leídos de otro modo que el anterior; y lo mismo los “poetas en prosa”, como ciertos grandes oradores, que por el número y énfasis de su verbo vienen a ser unos verdaderos músicos. Todos estos artistas deben ser leídos primero en voz baja y después en alta voz baja y después en alta voz. Lo primero, para penetrar bien su intención, pues la mayoría de los lectores no acostumbran a entender bien más que la mitad de lo que leen en alta voz. Lo segundo, porque el oído se da cuenta del número y de la armonía de los periodos, sin que el espíritu deje de apreciar el verdadero sentido.
“Lectura de los críticos” –¿Qué es un crítico? Es un amigo que os habla de sus lecturas y os comunica sus impresiones. ¿El crítico es un inútil, es aborrecible? De ninguna manera; hasta en la vida doméstica hace falta.
Comprendéis vosotros mismos que os hace reflexionar, que remueve en vosotros las sensaciones e impresiones del lector; que evoca nuevos aspectos o faces; que, conviniendo o discrepando de vuestra opinión, os hace pensar, y aguzar el pensamiento y la reflexión.
Al mismo tiempo, un buen crítico os abre horizontes nuevos, que por vosotros mismos nunca hubiérais descubierto lo que vale decir que os proporciona una nueva fuente de belleza.
Por la crítica, el lector hace lecturas meditadas en pos de lecturas precipitadas; por ella la lectura se convierte en un campo experimental de ideas.
Sin embargo, no conviene leer la crítica de un libro antes de leer éste, sino leerlo de nuevo después de asesorarse por una o varias críticas autorizadas.
Si leer es agradable, volver a leer lo es más, porque lo último supone estar desocupado y en libre disposición para platicar con las musas. Un serbio decía: “A mi edad no se lee, sino se repasa lo leído”. Efectivamente, releer es placer de viejos.
Se vuelve a leer para entender mejor el texto. Por esto se repite tantas veces la lectura de los filósofos, de los moralistas, de los pensadores y demás autoridades así; pero casi todos los escritores de algún mérito merecen volver a leerse para saborear sus pensamientos.
A veces se les lee únicamente para gozar de detalles, para saborear el estilo. La primera lectura es al lector lo que la inspiración al orador. Por buen juicio que se tenga, por gusto depurado que se posea, por buen método de lectura que se haga, es difícil sustraerse a la sugestión impetuosa de ver como un filósofo dilucida un problema moral, o un novelista precipita el desenlace. Por mucho que se piense, nadie está libre de esta comezón.
Así como el orador, en las pruebas de imprenta de su discurso, corrige el estilo y aún el lenguaje de su improvisación, así el lector que vuelve a leer una cosa se corrige de la improvisación de la primera lectura.
Así como entramos en el pensamiento del autor, penetramos ahora en su laboratorio, lo vemos trabajar. Esto nos sirve de enseñanza por si queremos imitarle; pero, aunque así no sea, sorprenderemos no poco secretos de arte, afinaremos con esto el espíritu, y esto ya es un placer.
Aparte que nos haremos más aptos para juzgar y apreciar en sí mismo al autor favorito nuestro, o al que tengamos que leer por primera vez.
No olvidarlo; el arte de leer es “volver a leer”.
Uno de los métodos más indicados para retención de lo leído es hacer un cuaderno de pensamientos o párrafos que más llamen la atención.
Esto es mucho más práctico y “más limpio” que hacer apostillas y tachas en las márgenes del libro.
Un cuaderno de citas bien clasificado y ordenado constituye una especie de cartera, de la cual pueden sacarse materiales en cualquiera ocasión.
En ocasiones es un “vademécum” cómodo y utilísimo. De todos modos, nada se pierde con trasladar al papel las frases, pensamientos o versos que más gusten, pues en ocasiones un repaso de estas anotaciones aviva el recuerdo de la lectura anterior y constituye un repaso de la obra o del autor anotado.
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Ciudad de Guatemala, Diario de Centro América, 27 de mayo de 1914. p. 3.
El Niño en
A propósito de nuevos libros
El niño ocupa verdaderamente un lugar cada día más importante en la literatura contemporánea. ¿No es esto prueba de que ejerce también preponderancia en las costumbres actuales? Gerard d´Houville, que era un encantador escritor, hace algún tiempo hablaba del “niño-rey” en una crónica. El hecho es que el reinado del niño tiene todo el aspecto de principiar: a porfía padres y madres, psicólogos, artistas, pintores y novelistas, se inclinan a él para oírlo gritar, para adivinar su pensamiento, para observar cómo ríe o llora, para sorprenderlo en los menores actos de su vida. Preocupación científica en los unos, fantasía en los otros. Hay un concierto de exclamaciones y de alabanzas cuando aparece el niño, y aparece muy frecuentemente, puesto que su vida está ligada de un modo continuo a la de las personas mayores.
Este reino del niño en la sociedad de hoy –tan curiosa para el observador de las costumbres y que tan profundamente hubiera sorprendido a nuestros antepasados de los siglos XVII y XVIII– tienen como coronamiento natural toda una literatura consagrada a su persona. De Gyp a Andrés Lichtenberger, pasando por los hermanos Margueritte, por Franc Nohain, por Pierre Mille, Henry Bataille, Pierre Loti y Gilbert des Voisins, es una pléyade de escritores y no de los menores, la que ha tomado al niño y siempre al niño como sujeto de su observación…
Después de “Cri-Cri”, la obra de Ciryle Berger, he aquí a “Criquet”, cuya hada madrina Mme. Andrée Viollis. Criquet es una niña de 14 años cuya autora la ha observado ingeniosa y maliciosamente en el despertar de la vida, en esta edad ingrata en que la futura mujer no es ya ni la niña ni tampoco la joven. Mm. Violis ha notado todos los sentimientos y todos los pensamientos que asaltan a la niña en esta hora turbia de su existencia, y que la torturan sin orden hasta el día en que la linda mariposa, desembarazándose de su crisálida, despierta a la alegría de la vida en el sol de la juventud.
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smoking around
a cross-eye
strikes on the wall
shaking my soul
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my soul is blue
José Milla en el libro “Un viaje al otro mundo pasando por otras partes”, escrito en 1871 en París, otorgó el sello de legitimación al ladino por medio de la creación y bosquejo de su personaje Juan Chapín, protagonista del cuadro de costumbres "El Chapín"[1]:
El tipo del verdadero y genuino chapín es hospitalario, servicial, piadoso, inteligente, (...) novelero y se alucina con facilidad (...) es apático y costumbrero; no concurre a las citas; y si lo hace es siempre tarde; se ocupa en los negocios agenos un poco más de lo que fuera necesario, tiene una asombrosa facilidad para encontrar el lado ridículo á los hombres y á las cosas.
El verdadero chapín (no hablo del que ha alterado su tipo extranjerizándose) ama a su patria ardientemente, entendiendo con frecuencia por patria la capital donde ha nacido; y está tan adherido á ella, como la tortuga al carapacho que la cubre. Para él, Guatemala es mejor que París; no cambiaría el chocolate, por el té, ni por el café (en lo cual tal vez tenga razón). Le gustan más los tamales que el vol-au-vent y prefiere un plato de pipián al más suculento roastbeef.Vá siempre á los toros por Diciembre, monta á caballo desde mediados de Agosto hasta el fin del mes; se extasía viendo arder castillos de pólvora; cree que los pañetes de Quetzaltenango y los brichos de Totonicapán pueden competir con los mejores paños franceses y con los galones españoles; y en cuanto á música, no cambiaría los sonecitos de Pascua or todas las óperas de Verdi. Habla un castellano antiquísimo: vos, habis, tené, andá; y su conversación está salpicada de provincionalismos, algunos de ellos tan expresivos como pintorescos. (p.156-159)
Ramón Sosa, en la biolgrafía que escribió en 1889 sobre Milla, afirmó que este personaje era, "nuestro tipo nacional, que si no tiene la originalidad, la intención y la gracia de un Sancho Panza, supera en muchas ocasiones, en oportunidad, donaire y chiste, al Tirabeque de Fray Gerundio" (p. 94).
[1] José MILLA. El Chapín. In: ESPONDA, Sóstenes (Org.). Libro de lectura, 3. San Francisco, CA: Pacific Press, 1896. p. 157-169.
Se conserva la grafía de 1871.