jueves, 6 de agosto de 2009

IV. En torno a las prácticas de lectura en 1914

Cuentos de hadas

En los mejores cuentos escritos poco há para los niños hay un matiz que no es fácil definir, pero que inevitablemente se debe a que el autor habla a niños educados en escuelas y salones, no en campos y bosques; niños cuyas disposiciones favoritas son los remedos precoces de la vanidad de las personas mayores y cuyo concepto de la belleza depende del costo del vestido. Las hadas que en los afortunados sucesos de estos pequeñuelos intervienen, distínguense principalmente por sus chinelas de raso de última moda y asustan más por su donaire que por sus encantos.

La fina sátira que, fluyendo por todas las páginas retozonas, hace algunos de estos cuentos recientes tan atractivos para los viejos como para los jóvenes, me parece que los acomoda a su propia función. Los niños deben reírse; mas no burlarse; y cuando se ríen no ha de ser de los defectos y debilidades de los demás. Siempre que lleguen a interesarse por los caracteres de los seres que los rodean, debe enseñárseles a buscar con afán el bien, no estar maliciosamente en asecho para alegrarse del mal; deben ser harto dolorosamente sensibles al mal para reírse de él y sobrado modestos para constituirse en jueces.

En esos errores de poca importancia va incluido otro más grave. Así como en los cuentos modernos para niños se ha perdido la sencillez del sentido de la belleza, así se ha perdido también del amor. Esa palabra, que debiera, en el corazón de un niño, representar la parte más vital y constante de su ser; que debiera ser el signo de las ideas más solemnes que informan su alma naciente, y que debiera inundar, con gran misterio de autora, el cenit de su cielo y arrancar fulgores al rocío de sus pies; esa palabra, que debiera ser sagrada en sus labios unida al nombre que no puede pronunciar en vano, y cuyo significado debería suavizar y verificar todas las emociones por las cuales se revelan a su curiosidad las cosas inferiores y las criaturas débiles, colocadas debajo de él en su exiguo mando; esa palabra, en los modernos cuentos para niños, está restringida demasiado a menudo y es obscuridad en el jeroglífico de un mal misterio, que turba la suave paz de la juventud con prematuros destellos de pasión no comprendida y produce sombras de pecado no reconocido.

Semejantes defectos en el espíritu de las recientes ficciones escritas para niños, están relacionadas con un fin paralelamente descabellado. Los padres, demasiado indolentes para formar los caracteres de sus hijos por medio de saludable disciplina, o que en sus hábitos y costumbres de vida saben que les dan mal ejemplo, se afanan vanamente por reemplazar la influencia persuasiva del precepto moral, introduciendo a modo de diversión por la fuerza moral del hábito inducido por la justa autoridad: en vano intanta formar el corazón de la infancia con prudencia deliberativa, en tanto que abdican de la tutela de su indiscutible inocencia, y retuercen, en las agonías de una filosofía precoz de la conciencia, el vigor un día intrépido de su virtud inmaculada y resuelta.

El niño no necesita elegir entre el bien y el mal. No debe ser capaz de hacer el mal ni de concebirlo. Obediente, como el barco al timón, no por subitorsión o esfuerzo, sino con la libertad de su vida diaria; verdadera, con una verdad sin distingos, sin elogios, sin fanfarronería; en un mundo cristalino familiar de veras; noble, a través de las diarias pretensiones de nobleza, las honrosas confianzas y el orgullo del compañerismo infantil en los oficios del bien; fuerte, no en la lucha acerba y vacilante con la tentación, sino en la paz del espíritu y con la armadura del bien habitual, en la cual la tentación es como granizo que se derrite; no en la enfermiza restricción de apetitos viles y pensamientos ambiciosos, sino en la alegría vital de la satisfacción en posesión exigua, sabiamente estimada.

Los niños así educados no necesitan de cuentos de hadas, sino que encontrarán en cualquier tradición del tiempo viejo, en apariencia vana y caprichosa, una enseñanza a que no puede sustituir ninguna otra y cuya fuerza no puede medirse; animando para ello el mundo material con inextinguible vida, fortaleciéndolos contra la glacial frialdad de la ciencia egoísta y preparándolos sumisamente y sin ninguna amargura de asombro a contemplar más tarde el misterio –que por divino decreto sigue siendo tal para todo pensamiento humano– del destino que le esté reservado al mal, lo mismo que al bien.

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Por John Ruskin (1819-1900). Ciudad de Guatemala, Diario de Centro América, 1914.

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