Intentar leer un libro en un idioma que no conozco –griego, ruso, sánscrito– evidentemente no me revela nada. Pero, si el libro es ilustrado, aunque no pueda leer las leyendas puedo atribuirle un sentido, sin que éste sea necesariamente el explicado en el texto. (Alberto Manguel, 1997:116)
La experiencia y destreza que adquirimos con la práctica del lenguaje, desde que nacemos y a lo largo de toda nuestra vida, en las distintas actividades que realizamos como hablar, pensar, danzar, pintar, leer, escribir, etc. o para expresar pensamientos, recordar, soñar, dialogar, ha sido fundamental. Es una práctica cultural que con el uso constante ha perfeccionado sus mecanismos de comunicación e interrelación y, a su vez, ha tenido muchas implicaciones en la evolución de la historia de la humanidad. Esa práctica nos ha dado recursos para (re)inventar no solamente lo real, sino también el imaginario y la ficción en todas las formaciones culturales posibles, modificándose en su dinámico trayecto la forma de transmisión y logrando, a la vez, desenvolver procesos muy complejos de describir y definir el mundo a través de su doble forma: hablar/escuchar y leer/escribir.
En este contexto, pues, se puede decir que la palabra en sí misma ha adquirido una gran importancia, ya que, nuestro mundo, nuestra vida giran a su alrededor. A través de ella conocemos otra forma de aprehender y percibir la realidad que nos rodea, de ordenar la información que recogemos, de conservarla y difundirla. Además, su ejercicio constante en distintas esferas nos lleva a crear estructuras de pensamiento, complejos mecanismos y competencias mentales, a ser reflexivos y comunicativos. Nos ha brindado un soporte instrumental que nos ayuda, en última instancia, a situarnos en el mundo y poder ver el lugar que uno mismo y el otro ocupamos en él.
Por aparte, la adquisición del lenguaje, que se traduce en el díptico hablar/escuchar, es un proceso natural, lento, que se obtiene juntamente con el crecimiento psicomotriz del ser humano, mientras que el leer/escribir es una práctica artificial e impuesta, tan milenaria como nueva según el lente con el que se la mire y según el ámbito sociocultural donde se desarrolle. Pero, al mismo tiempo, tampoco es una práctica simple. Su difusión y fijación ha implicado un proceso de tecnificación que ha durado más de diez siglos y ha variado de acuerdo a normas y valores establecidos.
Sabemos que el dominio de estas destrezas durante mucho tiempo, por ejemplo, fueron privilegio de unos pocos y es hasta el siglo XIX cuando gracias a la instauración de un nuevo orden socioeconómico mundial se popularizan y masifican a través de la obligación del Estado de proporcionar educación gratuita a los ciudadanos, extendiéndose hacia la siguiente centuria con más fuerza, volviéndose imprescindible para cualquier actividad humana. De hecho, convertirse en “lector” y dominar el lenguaje no es ninguna extravagancia, es una necesidad elemental. De ahí que el italiano Giani Rodari diga que “Todos los usos de la palabra a todos, parece un buen lema, sonoramente democrático. No exactamente porque todos sean artistas, sino porque nadie es esclavo” (1982: 13). La lectura, la escritura, los libros y la literatura son patrimonio de todos y representan la mejor coyuntura política y cultural en la sociedad de hoy para su desenvolvimiento, calidad de vida y combate de la pobreza.
Como podemos ver, son prácticas que requieren operaciones complejas de llevar a cabo. Por eso, en lo que nos concierne al campo de la literatura en general y de la literatura infantil en particular, fomentar su experiencia enriquecerá aún más el dialogo entre nosotros mismos.
De esa cuenta, el “acto de leer” en sí, y todavía leer libros de literatura, dentro de nuestra sociedad se añade como un hecho raro al saco de lo “Otro”. Es decir, a aquel recipiente donde va todo aquello que nos es diferente, diverso, empezando por la multi/pluri/interculturalidad que nos define, por ejemplo a los guatemaltecos, y siguiendo, después, por las diferencias físicas y emocionales que nos distinguen a cada uno.
En nuestro medio, leer libros de literatura, especialmente, no conlleva solamente la meta de crear un contacto afectivo con los objetos llamados libros, sino también el desarrollo de habilidades psicomotrices, así como del alargamiento del imaginario, la creatividad, la imaginación y la fantasía en los potenciales lectores, sean estos niños, jóvenes o adultos. Asimismo, la lectura de libros de literatura funciona como píldoras contra el olvido. Nos ayuda a cimentar nuestra memoria histórica y personal, lo que a su vez, nos da una luz sobre el sentido de la vida y nos sirve también, como medio, para construir un nuevo espacio de actuación social.
La conformación de un género literario para la infancia es relativamente nuevo. Comenzó a consolidarse juntamente con la concepción de la definición de la figura del niño en el siglo XIX. Situación que requirió, al mismo tiempo, que se pensase en materiales y productos específicos para esta capa de la sociedad, así como el planteamiento de nuevas exigencias con relación a la preparación escolar. He aquí que surgen historias y relatos exclusivamente hechos para ellos, aunque con una gran carga didáctica y moralizante, característica que le acompaña hasta los días de hoy. De todos modos, hay que resaltar que fue un proceso que duró casi tres siglos para su afianzamiento.
La necesidad social de formar lectores niños y jóvenes, entonces, ha hecho con que la literatura infantil se expanda en sus posibilidades de representación. En ese sentido, además del discurso, se han incorporado a los textos para la infancia imágenes y elementos gráficos. En esa nueva propuesta representacional, los elementos plásticos y literarios se articulan creativamente para dar un sentido más amplio a lo leído y para estimular, la lectura y contribuir al acercamiento del niño al libro. De ese modo, proporcionar el encuentro de la palabra y la imagen puede ser una gran experiencia para el receptor porque siendo un arte, a través de aspectos estéticos, tiende a dar un sentido a la vida, una coherencia, una organización.
En Guatemala, específicamente, derivado del clima sociopolítico que se vivió durante la primera mitad del siglo XX, el desarrollo de las manifestaciones artísticas (letras, pintura, escultura, música, etc.) se vio gravemente afectado. Por eso, a grosso modo y pecando de generalistas, podemos expresar que una integración de las mismas que pudiese llevar a la construcción de conceptos como Nación, Estado, Identidad fue difícil lograrla. Pero, como dice Lionel Méndez D´Avila “resulta pertinente admitir que si bien una obra de arte posee una esfera autonómica de valores, la situación de desarrollo del medio imprime un acento, traduce una presión que siempre a la postre define ecos y resonancias dentro de la misma” (2000:101).
La búsqueda y resonancia de una expresión artística nacional inició dándose a partir de dos caminos, principalmente: uno, donde los artistas construyen un marco de representación estética desde suelo patrio y aquellos que lo hacen desde el exterior, respondiendo así a necesidades más particulares que colectivas. Lo que da como resultado que la producción se divida en dos etapas bien marcadas: una en la que prevalece el individualismo, el trabajo solitario en un medio indiferente ante expresiones que oscilan entre indígenas y ladinas; otra, que adquiere un tono más colectivo y por ende la proyección artística posee un carácter más público y un predominio de las formas geométricas y abstractas, producto del efecto de una política cultural promovida por los gobiernos de Arévalo y Arbenz, en especial, aunado al contacto más abierto que se originó con las corrientes plásticas en el exterior a través de becas, premios, exposiciones, etc. que enriquecieron grandemente el trabajo realizado y el posterior.
En ese sentido, este brevísimo relato de la plástica guatemalteca fue necesario para poder describir el desarrollo de la ilustración en los textos infanto-juveniles del canon jr. de la literatura guatemalteca, pues muchos de los grandes representantes de la plástica nacional dejaron su huella en estos libros.
La palabra “Ilustrar” deriva del latín illustrare, que quiere decir “dar Luz al entendimiento, aclarar un punto o materia con palabras, imágenes, o de otro modo”. Ya, el efecto de ello, la Ilustración, según el diccionario de la Real Academia Española significa “Estampa, grabado o dibujo que adorna o documenta un libro”. A partir de esta significación y de una manera general, la ilustración es un acto que hemos venido viendo desde que nacemos en cualquier espacio que nos movamos. Sin embargo, específicamente para la literatura infantil, es algo que ha cobrado vigencia en las últimas décadas dentro del circuito de producción de literatura infanto-juvenil. Ya que, se afirma que la creatividad en todas sus formas posibles enriquece la imaginación y la fantasía del receptor.
En el caso más específico de la producción literaria infantil en Guatemala, en lo que se refiere al tema de la ilustración de libros para niños, hasta la fecha, no ha sido susceptible de un estudio más apurado. Esto, debido a factores como la marginalización del género de literatura infantil en nuestro medio y a la desaparición de la mayoría de los libros editados para la infancia desde 1872, cuando se crea el Ministerio de Instrucción Pública y se declara la educación como laica, gratuita y obligatoria.
En aquel entonces, estos factores contribuyeron para la aparición de un nuevo espacio en el país para la creación de libros específicamente direccionados a los niños. A través de una investigación minuciosa de la literatura infantil descrita en el libro “Han de estar y estarán... Literatura infantil de Guatemala. Una propuesta en una sociedad multicultural” (Morales Barco, 2004) se sabe que la “Serie de Libros de Lectura” de J. Antonio Vela Irisarri (1875) fue una de las primeras colecciones de libros utilizados en las escuelas. En estos se muestra una miscelánea de temas que enfatizan un conocimiento general de las cosas. Las imágenes que los ilustran aparecen en forma de encabezados representados por grabados sencillos y muy realistas que ayudan a la comprensión literal de lo que se está enseñando. Posteriormente, en las colecciones de libros de lectura “Libros de Premio 1-
En el siglo XX, el conocimiento de las teorías psicológicas y de educación, así como los artículos y ensayos publicados en los principales periódicos de las primeras décadas como El Imparcial, Diario de Centro América y El Guatemalteco, se discute el qué y cómo enseñar a los niños y a través de qué medios, los cuales produjeron un gran impacto en algunos docentes del país, denotando con ello una preocupación con el material destinado a los niños. Esto, en parte, genera la aparición de la primera revista infantil “El Niño” de la Sociedad Protectora del Niño en julio de 1923. La organización temática es variada. En relación a la literatura encontramos cuentos inéditos de Daniel Armas, Malín D´Echevers, por ejemplo; cuentos y fábulas anónimas, así como materias científicas e históricas y una sección de entretenimiento. Sin embargo, en cuanto a aspectos de ilustración se refiere, lo que abundan son las fotografías y dibujos realistas y descriptivistas de las cosas que sirven para reforzar el sentido literal de lo que se está exponiendo.
A este material le sigue, en 1928, “El método fonético-simultáneo de lectura y escritura castellana “Alfa”, texto dividido en cuatro partes que abarcan las etapas de la alfabetización escrito por Daniel Armas. Se puede decir que en él encontramos los antecedentes de lo que serán décadas más tarde libros de iniciación como el de “Victoria”, “Nacho”, “Pepe y Polita”, por ejemplo. Sin embargo, carece de ilustraciones. Un año más tarde, este mismo autor publica “Mi niño, poemario infantil” que contiene dibujos de Roberto Ossaye y Víctor M. Lázaro dispuestos en viñetas de entrada y salida con características realistas y denotativas. Son ilustraciones que modifican la actividad de lectura hasta ese entonces promovida y conllevan a la construcción de imágenes nuevas. De ahí que, este libro adquiera mucha importancia dentro del canon infantil nacional porque con él da inicio una nueva etapa de la literatura para niños en todos sus sentidos: texto, imagen y presentación; y sobre todo, se reconoce la autoría tanto de lo escrito como de lo ilustrado.
En 1940, Armas publica “Barbuchín, libro de lectura para niños” con ilustraciones del artista plástico Enrique de León Cabrera (1915-96). Las ilustraciones en las primeras ediciones de este libro, a cargo de la Litografía Zadik, eran en blanco y negro y solamente comienzan a hacerse a color a partir de que la Editorial Piedra Santa adquiere los derechos de publicación en 1954 y es quien los posee hasta el día de hoy. El proyecto gráfico de esta edición está muy bien cuidado tanto en el contenido como en la apariencia. Las ilustraciones aparecen dispuestas en forma de encabezados y se caracterizan por la personificación y humanización de los personajes animales y la fantasía que proyectan, además de la utilización de algunos recursos de las historietas o comics como la animación. De cierta forma, el trazo de los dibujos recuerda un poco los dibujos animados de Walt Disney. Últimamente, este libro ha sufrido la intervención editorial al colocar cuatro ilustraciones panorámicas de la artista Beatrice Rizzo. Aunque son ilustraciones lúdicas que guardan una sintonía y coherencia con el trazo de De León Cabrera, el texto, de alguna forma, pierde su aura.
Durante la época de la Revolución de Octubre (1944-54), entre otras cosas muy importantes, se da un auge editorial promovido por un espíritu renovador, progresista e inclusivo. En este contexto surge la “Revista Infantil Alegría” en la que ilustraron artistas como Óscar González Goyri (1897-1974), Valentín Abascal (1908-81), Guillermo Rohers Bustamante (1921-58), Enrique Cabrera de León (1915-96), Dagoberto Vásquez (1922-99), Roberto Ossaye (1927-54), Miguel Ángel Ceballos Milián, Luis Alfredo Iriarte Magnín, verdaderos representantes de la plástica guatemalteca contemporánea. Ellos asumieron un compromiso político y social coherente con el momento histórico que vivían y convencidos de que estaban contribuyendo verdaderamente con la construcción de un estado nuevo. Esta situación continua así durante 30 años aproximadamente.
A partir de 1980 se nota un nuevo cambio debido a la aparición de editoriales extranjeras, lo que hace que las nacionales comiencen a producir textos de más calidad artística para que puedan competir en el mercado. Así, surge la colección “Colorín Colorado” conformada por leyendas guatemaltecas, cuyo proyecto gráfico fue bien cuidado. Tanto los textos como las ilustraciones, nuevamente, están a cargo de artistas consagrados. En relación a la ilustración hay trabajos de Marcela Valdeavellano, Roberto Piedra Santa, Manuel Corleto y Roberto González Goyri, los cuales le imponen un sello especial.
En los años 90 debido a cambios a nivel político social en el país, se abre un nuevo espacio para las producciones literarias infantiles guatemaltecas. Las editoriales nacionales al invertir en la calidad y acabado del libro producen obras como “El hombre que lo tenía todo todo todo” de Miguel Ángel Asturias, “La gigantona” compilación de Irene Piedra Santa y “El ratón volador” de Flavio Herrera ilustrados por Christine Varadi, quien tiene un estilo muy particular con el empleo de la acuarela. “El Monstruo de la calle de colores”[1] ilustrado en la versión mexicana por Julián Cícero y en la guatemalteca por Roberto González Goyri. “Los cuentos del Cuyito” de Miguel Ángel Asturias ilustrado por el cubano Nívio López Vigil. Así también, las obras de Rigoberta Menchú ilustradas por Helman Tebalán y Alejo Azurdia; la colección infantil “Toronjil” de la Editorial Cultura del Ministerio de Cultura y Deportes que se caracteriza porque las mayoría de sus ilustraciones han estado a cargo de niños, entre otras. Pero, no ha sido suficiente, porque a pesar de todo, el libro infantil en Guatemala ha sido y sigue siendo tratado como souvenir y no como algo más que pudiera incidir en la formación integral de los niños del país.
A lo largo de más de un siglo de producción de literatura infantil guatemalteca, el uso de la ilustración se puede dividir en tres etapas: 1) corresponde a un uso ornamental; 2) adquiere una característica denotativa, de espejo de lo que el texto refiere; 3) a partir de los años 80, la ilustración cambia, son más coloridas y se inicia el empleo de nuevas técnicas lo que, en última instancia, incide en la actividad de lectura del receptor. Asimismo, observamos el manejo y uso de técnicas plásticas para la ilustración de libros nacionales como la apropiación, grabado, xilograbado, lápiz, acuarela y fotografía. El estilo de la mayoría es pictórico, lineal y cerrado. Abunda en la función descriptiva, literal de las cosas, denotativa. Puntuación. Tampoco ha habido experimentación con estas técnicas porque la ilustración en sí misma solo ha constituido un soporte para el texto verbal. En este contexto, tampoco ha sido publicado un libro nacional sólo de imágenes ni un libro álbum. Es decir, hasta ahora no se ha considerado la ilustración como un texto en sí mismo que pueda generar otro sentido, significación para el lector.
[1] Este libro está incluido dentro de la colección de libros que integra la Biblioteca de la Secretaría de Educación de la República de México.