Este es uno los rarísimos relatos de recepción de obras juveniles escrito por un lector guatemalteco.
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Julio Verne
Para
Alberto Velásquez.
En casa teníamos un gran tomo de Julio Verne, todo descuadernado y con las pastas a medio arrancar. Tendría yo cuatro o cinco años y miraba a mis hermanos mayores enfrascados en la lectura de aquel libro, cuyo interés solo alcanzaba a sospechar.
Y una buena tarde, cuando mis
hermanos se fueron al colegio, me apoderé del grueso volumen que apenas podían
sostener mis brazos y tendido en el suelo me puse a hojearlo… ¡Estampas, muchas
estampas! Mirando aquellas figuras extraordinarias que me sugerían los
pensamientos más inverosímiles pasé largas horas, hasta quedarme dormido. Cuando
desperté ya uno de mis hermanos estaba inclinado sobre las páginas alucinantes.
Fue esa la primera vez que tuve ante
mis ojos un libro del novelista de los niños.
Luego, cuando supe leer, pronto me
encargué de descifrar las leyendas impresas al pie de cada estampa. De tal
manera forjaba yo historias inconexas y absurdas, enlazando las escenas y
relacionando los personajes de muchos relatos distintos. Alguien de casa me
aleccionó sobre la manera de leer aquellas páginas tupidas de caracteres menuditos.
Tarea superiorísima a mis fuerzas me pareció en el primer momento aquella de
tragarme el enorme volumen; lo abandoné, so bien dentro mi existía el afán de
saber qué cosas se decía de aquellos personajes que volaban en un globo
arrebatado por los vientos; de aquellos marinos abandonados en una balsa
destrozada a merced de las olas; de aquellos caminantes desmedrados que andaban
a través de selvas impenetrantes y de llanos inmensos; de aquellas figuras
fantásticas, todas cubiertas de pieles colocadas en un escenario de hielo.
Y más tarde, de nuevo tomé el libro
entre mis manos y me dispuse a leer como antes viera hacerlo a mis hermanos.
Con las almohadas del lecho de mi
madre improvisé un diván sobre el suelo; allí busqué grato acomodo y ataqué la
primera página:
“La Isla Misteriosa”.
¡Ah
maravilla! Qué horizontes espléndidos se abrieron ante los ojos de mi espíritu
hecho hasta entonces a las imágenes familiares y a no traspasar el radio de la
vida cuotidiana, con sus inocentes travesuras, sus regaños, sus tirones de
orejas, sus paseos por lugares de obra conocidos y sus caramelos y sus sueños
vagos.
Aquella novela encantadora que hoy
podría relatar capítulo por capítulo, de tal manera se me grabó, no solo en la
memoria sino en el corazón, fue para mí la reveladora de mundos nuevos,
cautivantes y raros. Entré en la intimidad de hombres que mi imaginación
infantil revestía de caracteres de semidioses: Ciro Smith, Buenaventura
Pencroffñ Gedeón Spillet ¡y el Capitán Nemo!, que luego volví a encontrar,
cuatro años más tarde, ya hecho un mozalbete tuve en mis manos las “Veinte mil
leguas en viaje submarino”, relacionadas con “los sobrinos del Capitán Grant”,
obra reputada como la más bella de julio Verne.
En aquel tomo de mis primeros años
estaban reunidas muchas novelas además de “La isla misteriosa” y de “Los
sobrinos del Capitán Grant”. Estaba “Los ingleses en el polo norte”, “Una
invernada entre los hielos”, “El naufragio de Cintya” y algunos más. Toda las
leí yo con la misma avidez y en todas encontré infinitos caudales de emoción.
Como todos los pequeños lectores de
Verne, el inefable, yo soñé en noches desveladas ser uno de los héroes de
aquellas aventuras. Yo quise ser el náufrago abandonado en una isla desierta;
ser el explorador de las regiones árticas; ser el viajero que en busca de un
ser querido recorre medio mundo pasando por los lances más peligrosos y
extraordinarios.
En casa –casa antigua– había un
sitio al fondo, todo lleno de árboles. Aquel sitio fue para mí el islote
perdido en el océano, la selva africana poblada de fieras, el desierto de sol
abrumador y fatiga mortal; el Polo y hasta el mar… Encogido sobre un trozo de
tabla, navegaba sobre los sembrados agitando los tallos con mis manos para
fingirme la ilusión de estar en medio de las embravecidas olas.
Cuántas veces, armado de una estaca
luché durante más de una hora, sudoroso y derrengado contra un mamón de plátano
que era ante mis ojos fascinados un enorme oso polar. Golpeaba yo a la pobre
planta con frenético ardor y hundía la punta de la estaca dentro la blanda
pulpa.
Mi madre ponía fin a la reyerta,
riñéndome por aquel proceder que ella atribuía a mi espíritu destructor y acaso
sanguinario heredado quien sabe de qué abuelo español conquistador o negrero…
Y siguieron corriendo los años y
cayendo en mis manos nuevos libros de Julio Verne. ¡Cuántos he leído, Dios mío,
y cuantos me faltan por leer! Hace muy poco luego de acudir ilusionado como un
pequeñín a verla película de “Miguel Strogoff”, esa obra que acaba de ser
también llevada al teatro con un aparato deslumbrante, releí los capítulos que
relatan la aventura del correo del Zar, el hombre del corazón de oro. Viví un
par de días mi edad infantil. y entonces, más que el relato mismo, me llenó de
emoción el recuerdo de mis primeras novelas de Julio Verne, cuyos nombres tengo
constantemente en la memoria sin que puedan borrarlos de allí los de mis libros
de ahora: “Héctor Servadac”, “El Chancelor”, “El Castillo de los Cárpatos”,
“Cinco Semanas en Globo”, “Dos años de vacaciones”, “Los quinientos millones de
la princesa”, “Las tribulaciones de un chino en China”… y muchísimas más, cuyas
escenas recuerdo con placer un día y otro.
Si alguien me preguntara hoy ¿cuál es mi concepto el gran valer de los libros de Verne?, además del ya consagrado, de haber encantado las horas de millones de niños, diría con un famoso apologista del escritor francés: proclamo como el mayor valor de los libros de Julio Verne su virtud de haber despertado en nuestros corazones al héroe que todos llevamos dentro; el hombre del valor temerario y del nobilísimo espíritu, ese hombre que muere dentro de nosotros aniquilado por las exigencias de la vida real, pero cuyo recuerdo nos anima y también nos enorgullece durante toda la existencia.
Fuente: Biblioteca AGLIJ: "Centenario de nacimiento de Julio Verne". Diario de Centro América, 14 de abril de 1928. Ciudad de Guatemala, página 3.
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